POEMAS PARA ADELA

 

Adrián no era feliz. No; decididamente, no lo era. Ni su bajo rendimiento académico, ni los problemas de adaptación en el colegio, ni sus continuas broncas con los profesores, ni el ensimismamiento que le impedía disfrutar de los divertimentos propios de un niño de su edad: nada le preocupaba tanto como ver a su madre sufrir. Odiaba a su padre –el cual infligía a su esposa malos tratos verbales, y en alguna ocasión, traspasó el límite del insulto para agredir físicamente a la progenitora de Adrián-, pero a su vez, le temía, con lo que descargaba con cualquiera que se encontrara en la calle su frustración. Le llamaban “problemático”, “inadaptado” e incluso “malo”. Lo cierto es que su rebeldía tenía una causa.

Esta última pasaba inadvertida para vecinos y amigos de los padres de Adrián. Julio jamás tuvo un mal gesto para con Adela fuera de los límites de la cárcel en que se había convertido aquel hogar. Pero al traspasar el umbral de su apartamento, el Dr. Jekyll se transformaba en Mr. Hyde por mor de una causa que Julio creía plenamente justificada, y es que el maltratador siempre encuentra un resquicio por donde se cuela una excusa para su deplorable forma de actuar: ocultas en el último cajón de un mueble que habitualmente no usaban, encontró una serie de misivas de un varón de mediana edad enamorado de su esposa. Le dedicaba poemas de amor propios y le citaba otros de poetas consagrados. Esas cartas se fueron convirtiendo en la tabla de salvación de Adela. Esperaba con ansiedad la llegada del cartero. Su marido trabajaba por las mañanas, con lo que podía deleitarse en soledad del soplo de aire fresco que suponía cada visita a su portal del empleado de Correos.

Julio ocultó aquel descubrimiento, pero sus reacciones iracundas ponían de manifiesto que algo había ocurrido. No tuvo desde hace mucho detalles con Adela ni mostró cariño hacia ella, pero de un tiempo a esta parte, mostraba su lado más cruel.

Qué lejos estaba de intuir que la propia Adela se escribía a sí misma aquellos poemas para, al recogerlos del buzón, leerlos y fantasear con que era Julio quien los escribía, intentando suplir aquel vacío de cariño con el que Julio le hería.

Hoy Adela se ha atrevido. Atrás queda la tristeza de vivir; el sufrimiento sin confidentes, el miedo a que llegara la hora de que su marido volviera a casa. Este encuentro, lejos de ser motivo de alegría y momento para compartir las vivencias del día a día, provocaba pánico, tristeza y preocupación en Adela. A su vez, paradójicamente, necesitaba a Julio; no compartía su dolor con nadie, y tenía una dependencia psicológica muy fuerte de él. Pero por fin ha dado el paso: ha pedido el divorcio y ha denunciado a su cónyuge. Ha encontrado la tranquilidad, de momento en un centro de acogida, en compañía de Adrián, el cual empieza a despertar de una larga pesadilla, mejorando en todos los aspectos de su vida.

Julio se ha dado cuenta de todo lo que ha perdido, pero tarde; demasiado tarde… Hoy tiene una orden de alejamiento, e intenta convencer a Adela para traspasarla, mas ésta se mantiene firme al ver los progresos de su hijo y sentir su propia paz. Lo que hubiera dado Julio por ser el autor de alguna de aquellas cartas… y le habría sido suficiente un mero gesto de cariño al llegar a casa… No fue consciente de lo que tenía, como suele suceder, hasta que lo perdió.

 

 

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