Estigma en salud mental

Partimos de la base de que el principal indicador de la evolución de una sociedad es el lenguaje; su expresión. Entendemos entonces el estigma como una disfunción en el lenguaje social sobre los procesos que circundan la salud mental, tendente a incidir en lo negativo en vez de en las potencias y las capacidades.

Hágase un estudio en el que se anime a los ciudadanos de a pie a que definan la capacidad de una persona con problemas de salud mental y del resultado comprobaremos el nivel que hay en cuanto a la conciencia colectiva sobre estos procesos; en qué punto estamos.

Lo cierto es que, bien por convencimiento bien por inacción perviven en el ambiente una serie de palabras que como microorganismos, contagian los tejidos de una sociedad que se vacía por la falta de un conocimiento objetivo.

Los prejuicios hacen que no haya coágulo, que no se cierren las heridas. La realidad del estigma es un cuadro por el que las personas afectadas tenemos que defendernos en el terreno de la dificultad, una dificultad que raya en lo imposible. Aunque como dijo alguno: “casi imposible significa posible”.

Con un nivel tan bajo de lenguaje sobre salud mental en la sociedad, la prosperidad de nuestro colectivo está sometida a un laberinto del que es difícil percibir la salida; un enigma, muchas veces, sin solución.

Sólo con una campaña en red sobre los derechos que nos asisten, sobre nuestras ilusiones y esperanzas, podremos decir que las limitaciones no eran sino espejismos; vestigios de un lenguaje desfasado, equívoco, ciego, infundado.

Hay testimonios que alertan que las falsas creencias sobre las personas con problemas de salud mental no sólo parten de personas de a pie, sino que también provienen de oficios que tendrían que dominar el lenguaje, como médicos, autoridades o funcionarios. Cómo vencer esto es complicado cuando no percibimos el conocimiento como un ser evolutivo, capaz de aprender de la experiencia.

En realidad, la lucha contra el estigma que rodea a la salud mental tendría que ser una necesidad compartida por las personas afectadas, sus familiares y los colectivos de profesionales que nos ayudan.

Ya sean psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales, empleadores… Todos somos conscientes de que cuando a alguien se le diagnostica un problema de salud mental aparecen en la vida de la persona, no solo el problema de salud sino, adicionalmente, una serie de barreras sociales que dificultan la vida normalizada. Y esto se mantiene incluso habiéndose superado los elementos más incapacitantes.

La verdad es que si nos trataran con normalidad nos ayudaría mucho.

Hasta entonces el estigma es una pesada carga en las relaciones sociales, algunas veces simbólicas, otras veces real, una realidad que sobrellevamos los etiquetados (clasificar a la gente es signo de inmadurez).

El estigma nos aboca a una condición social desfavorable, a la más sórdida desvalorización,  ¿quién se ocupa de lo que valemos, o mejor aún quién nos hace valer?

Credibilidad, acierto, reputación, consideración, o por el contrario, burlas, tratos semejantes a la vejación, porque ¿cómo llamar a la cifra que nos sitúa en el 85% de desempleo? ¿Por qué ser parte de la diversidad es ser inferior si apenas hemos tenido una oportunidad?

Una mueca descompone nuestro rostro cuando un humo tóxico nos tilda de pobres indigentes, o peor aún, de mediáticos psicópatas. ¿Es que no hay nadie para explicar que la naturaleza del ser humano en la percepción del bien y del mal no tiene nada que ver con los síntomas que padecemos?

Es cierto, tenemos que hacer autocrítica como cualquiera, y tratar de proyectar una energía positiva, pero al otro lado debe haber una mente receptiva, deseosa de comprender la diversidad que nos enriquece, y los tiempos de un mundo cambiante.

Como sol que asoma por el horizonte en las frías mañanas abrazaremos el justo final de la comprensión. Cada ser humano es portador de un mensaje original, ni mejor ni peor, y a ello ha de dedicar su vida. Para transitar por los caminos de la felicidad tenemos que estar orgullosos de ser únicos, dignos, respetables, pero al mismo tiempo hemos de saber que somos uno más en la cadena. Sólo el presuntuoso dirá que su palabra es la última.

Alguien metió su mensaje en la botella, en la espera de que alguien lo rescatase del océano infinito. El papel decía. “la luz fue hecha para el que quiera ver”.

Todo está relacionado. No se puede vivir al margen. Todos somos uno. El caso contrario es la rendición.

El estigma, esas ideas erróneas que aparecen sin que nos demos cuenta; en un segundo las tenemos en el cerebro, creando una nebulosa que no nos deja ver con claridad las esencias, nuestra razón de ser. En actitud de aprendizaje nos daremos cuenta de que ese telón que no nos dejaba ver se abre ahora y nos desvela una nueva realidad: lo maravillosa que es la vida cuando nos revela sus secretos.

En definitiva, nuestras vidas son muy valiosas, tenemos sueños e ilusiones, sentimos y padecemos, tenemos necesidades y afectos, somos personas que queremos aportar al conjunto desde nuestra especial lucidez. Debemos esforzarnos con el fin de alentar y despertar espíritus dormidos, desde la legitimidad, con anhelos sanadores.

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