Testimonio en primera persona de Pilar Torres parte VIIMe encontraba en un momento de parada vital y con un cierto malestar que podría preceder a una enfermedad, en mi caso a una descompensación pues tengo diagnosticado trastorno delirante desde hace 20 años. Aunque llevaba una temporada bastante estable, necesitaba buscar alguna nueva meta a corto o medio o largo plazo que lograr. Me sentía terriblemente insignificante y pequeña en el espacio-tiempo que me rodeaba. Deseaba tener un estatus en mi entorno, incluso un éxito profesional, pues estaba jubilada y la vida tranquila que llevaba y que hasta ahora me satisfacía empezaba a dejar de hacerlo. Sentía un profundo vacío interior y una soledad que se derramaba por todos los poros de mi piel.

Llamé a mi psiquiatra de Madrid y le dije con una fuerte angustia: “qué he hecho yo a mis padres para que sufra ahora tanto como estoy sufriendo”, yo no era consciente de lo que decía, ni entonces ni ahora tampoco, pero fue ese pensamiento el que me salió de la cabeza sin razón alguna con una profunda sensación de vacío y entonces él me dijo: “miente”, y esa respuesta me llenó de consuelo protección y alivio, solo era una palabra, pero lo suficientemente potente como para que mi malestar previo a una inminente descompensación se fuera prácticamente de mi cabeza.

Caminando por Oviedo, en una calle céntrica vi un cartel grande que recitaba: “se dan clases de pintura”. Abajo había una papelería especializada, de las más conocidas de la ciudad y también de las más caras, pues los productos eran extraordinarios.

Decidí entrar y preguntar por las clases de pintura, algo para lo que nunca estuve bien dotada pero el reto me gustaba. Lo regentaban una madre y su hijo. Tenían una educación exquisita, parecían burgueses, y el negocio lo tenían repartido de la siguiente forma: el hijo se encargaba de la papelería y la madre del taller de pintura.

Ambos se mostraron cercanos en el primer encuentro y muy serviciales, eran unos buenos comerciantes. Me ofrecieron todo tipo de información. El precio mensual, incluidos materiales de la clase una vez a la semana dos horas, sería de 120 euros y la madre recalcaba una y otra vez que tenían muy buenos profesores.

Opté porque fuera una vez los miércoles por la tarde, porque el resto de días los tenía ya cubiertos con adultos de otro nivel al mío y menores.

Acepté las condiciones y me dejé llevar por la seducción de la madre que no hacía más que halagar su taller y lo bien que me encontraría en él.

Por supuesto, que nunca imaginé lo que iba a vivir allí.

Al llegar el primer día de clase, me abrió un joven que me asustó por su parecido con la cara de mi marido, de más joven, pero con los ojos color avellana, pues mi marido los tiene verdes. Me adentré tras él en el taller y nos miramos fijamente a la cara y la dueña exclamó: “flechazo”. Es decir, un tipo de enamoramiento y comenzó a reír, más que a reír, a mofarse de los dos, pues el resto de las personas que allí había no se reían ni les hizo gracia esa palabra. Al menos para mí, constituía un problema porque yo estaba profundamente enamorada de mi marido.

Ante esta exclamación, los dos nos callamos con aire de aprobación tácita y de alegría y preocupación al mismo tiempo. Me presenté y él también. Se llamaba Andrés.

La oxitocina y la dopamina, hormona la primera del amor y la segunda de la felicidad, salía de todos los lados de mi cuerpo, verdaderamente era un flechazo en toda regla y no me importaba que las demás personas lo supieran, que el mundo entero se enterara…

Era algo ilusorio, fantasioso, imposible de racionalizar, alejado del sentido común, parecido a cuando sufres un brote psicótico o maniforme.

Con esas sensaciones empezó la clase de pintura, me dio los botes de pintura, un libro de grandes pintores para que me inspirara en alguno a la hora de pintar y me puso manos a la obra, sin miedo alguno, como si llevara pintando toda la vida, sin vergüenza, cuando la realidad era que era la primera vez que estaba pintando bien en mi vida, mi mente estaba muy creativa, la dopamina la tenía por las nubes y sentía una gran felicidad y placer. Yo había advertido a la dueña que me pusiera en el nivel más bajo, y Andrés miraba asombrado cómo pintaba, eran obras abstractas, él mismo me dijo “tú lo abstracto”.

Me dirigía a él como una enamorada hasta las trancas y él también se dejaba llevar por mi seducción y enamoramiento, por estas dos horas de encanto tan irreal como maravilloso, y fue cuando me atreví a preguntarle cosas sobre su vida personal, como de dónde era y si tenía hermanos.

Dibujando de pie, con un atril me llamó Señorita Escarlata y entre los dos corría una energía vital y muy fuerte. Le hablé de una enfermedad mortal que tuve a los cuatro años de edad y de que estaba jubilada, y practicando todo el tiempo la escucha activa me dijo, “mira tuviste suerte, al menos te salvaste”.

Era un chico bueno y noble, pero yo le atribuía además propiedades excelsas superiores a los demás mortales porque veía que a pesar del flechazo nos distanciaba la edad, aspecto que él valoraba aparentemente mucho y también que yo estuviera casada hacía un año aproximadamente, en el 2009.

¿Pero estaba siendo yo realmente correspondida? ¿Era un delirio erotómano? Lo cierto es que Andrés se dejaba seducir, pero a la vez era un seductor nato no solo conmigo sino con el resto de mujeres que íbamos al taller, se sabía interesante, de buen aspecto, joven e inteligente. Y valiente… Cuando entraba la dueña por la puerta del taller decía “ya viene la cero a la izquierda”, con él la dueña no podía mofarse.

Así fueron pasando las semanas y los meses, yo estaba en ese estado de ilusión que parecía que flotaba todo el día como si fuera una adolescente, y la semana se me pasaba rápidamente pues no paraba de hacer actividades de ocio y deporte, dormía muy bien y estaba feliz.

Llegaba a casa exultante y mi marido me notaba ese estado de gozo. Pese a que yo lo prefería mantener en el anonimato, un día le comenté a mi marido que mi profesor de pintura me recordaba a él de joven y que estaba muy enamorada de los dos. Mi marido no dijo nada, se limitó a observarme, no creyó la versión que yo le daba, dados mis antecedentes psicóticos, pero se puso en estado de alerta por si las moscas.

Llamaba al taller y preguntaba a la dueña, pero no se sentía preocupado porque la muy arpía le contaba que no había nada con ese profesor, que todo eran invenciones mías.

Un día quise dar un paso más allá y al terminar la clase le propuse que me acompañara a casa, al tiempo también se lo pidió otra chica llamada María, pero él, seductor al grado máximo, optó por mí y a la otra le dio calabazas.

Ya en la calle, era de noche, miró mi pintura, que guardo como un gran tesoro, y dijo “la mejor”. Fuimos hablando de tonterías hasta que llegamos a un semáforo que bifurcaba mi camino a casa, los últimos metros y la estación de autobuses que era donde él se dirigía, y me dijo “anda, vete para tu casa”, con un tono de claro contenido sexual. Era evidente que me respetaba y que no me quería destruir mi matrimonio por mucho que le gustara.

El siguiente miércoles, cuando estaba de pie con el atril y con una pintura, se acercó a mí por detrás y dijo “a ver si así” y me dio un beso en la boca que me hizo vibrar todo el cuerpo, y lo hizo delante de todos los compañeros y compañeras de clase, el arte es lo que tiene.

En otra clase me dijo que vivía en Grado, un pueblo cercano a Oviedo, enfrente del Ayuntamiento y yo en un estado semi psicótico me dio por pensar que era juez, pues el juzgado estaba enfrente del Ayuntamiento y que en las horas libres daba clases de pintura. Me atreví a decirle que si era juez y él me sonrió y yo le dije que sí lo era, entonces vino hacia mí, se sentó junto a mí y me dibujó en mi papel de dibujo un sillón típico de los juzgados para que sentara allí en color rojo, y yo le dibuje una placenta con un bebé dentro.

Una compañera llamada Carmen, me dijo, en una habitación separada, que antes era muy buena persona, que era hijo único y me tocó la barriguita como diciéndome que si me gustaría quedarme embarazada de él. A esta mujer la veía sollozar muchas veces en silencio y me dijo que en su casa ni su marido ni sus hijos nunca la habían reconocido ni valorado y que vivía a caballo entre Barcelona y Oviedo. También me dijo que llevaba aguantando a la dueña 16 años.

Un día al entrar al taller por la papelería, la dueña se volvió a mofarse de mí y me dijo “mientras que te venga el periodo” y su hijo se indignó.

A partir de ese momento me entró una manía bestial contra la dueña del taller porque la veía muy picara y arpía. Tan pronto se sinceraba contigo y te contaba que su marido del que se divorcio era alcohólico y que lo pasó muy mal a su lado, haciéndose la víctima, como te decía que tenía clases en el coro de Oviedo y que se reunía con las personas de la Fundación Princesa de Asturias.

Era una mujer muy impulsiva, andaba saliendo y entrando del taller, yendo de un sitio de la ciudad para otro; no paraba y me recordó ya delirantemente a un familiar mío; realmente esta mujer me descompensó completamente porque yo estaba mal con el enamoramiento de Andrés, pero ella puso la guinda del pastel.

Un día su hijo, estando yo dentro de la papelería comprando algo de material para mi casa, cerró la tienda por dentro y se quedó mirándome con cara de impávido, impertérrito, con descaro y con caradura, para asustarme y yo le dije con voz fuerte y segura “haz el favor de abrir la tienda que quiero salir”, y la abrió y yo salí, pensé que seguro que la broma procedía de la madre que era la que movía los hilos.

Yendo con mi marido un día a la estación de autobuses y cuando Andrés ya no estaba de profesor en el taller y a mí me habían asignado a otro chico como profesor, me encontré con Andrés, que me dijo “¿Pilar y si cogemos el autobús?”. Adonde iba a Andrés, a Madrid, a su curso de doctorado, no lo sabré jamás, pero mi marido me cogió del brazo y temiendo que la relación entre Andrés y yo fuera verdadera, me dijo “quédate aquí conmigo”.

Al poco tiempo, sin Andrés, dejé las clases de pintura.

Sé que Miguel volvió a llamar a la dueña y que me dejó a la altura de las circunstancias.

No obstante, mi manía por esa mujer no terminaba por desaparecer, aunque ya no la viera, ni me la encontrara por la calle, pues sentía que me había hecho daño y me sentía dolida y mi mente empezó a tramar ideas delirantes sobre ellas, sin estado de malestar, pero sí con un estado de grandeza.

Así, estando en una cafetería aledaña a la papelería, oía unos ruidos en el piso de arriba. YO me imaginaba que procedía del taller, cuando no se correspondía este con el número de la calle de la cafetería, y creía que la señora en cuestión estaba matando a machetazos a su marido.

Con la autocrítica, puede darme cuenta de que la única que oía esos fuertes ruidos en mi cabeza era yo porque eran alucinaciones auditivas. Las personas que estaban en la cafetería no mostraban ninguna cara de extrañeza ni de asombro, solo lo hacía yo. Imaginaba que, muerto ya el marido, le llevó a enterrar a un huerto que siempre me decía que cultivan diversos productos de la tierra.

Todo estaba en mi mundo interior, mis pensamientos, mis emociones negativas de miedo, pánico y terror, mis sentimientos de tristeza y de rabia y mi sufrimiento, pues nunca conté esto a nadie hasta que lo fui olvidando con el tiempo. No obstante, es el día de hoy que cuando estoy en el chalé de Madrid o la casa del pueblo, unifamiliares, sigo escuchando esos ruidos, como si hubiera una pelea o gente corriera, a pesar de saber que arriba no vive nadie porque no hay otra planta. Es un trauma, una herida, que de vez en cuando sangra, como dice mi psicóloga.

Decidí no volver nunca más por la papelería, ni por el taller.

Al cabo de cinco años aproximadamente, en el autobús que pasa por el Hospital de Oviedo me encontré a la señora en cuestión. Me dio una impresión de mil pares de narices verla. Casi no podía andar. Iba con muletas. Me contó que la habían operado a vida o muerte del corazón en varias ocasiones, que tenía clavos por todas partes, que no podía con los dolores que tenía que ir sobrellevando.

Yo, estable por aquel entonces, me limité a escucharla con indulgencia, no me alegraba de su desdicha, pero tampoco me daba compasión. Simplemente la escuché y fui amable con ella.

 

Pilar Torres, integrante del Comité Pro Salud Mental en Primera Persona de AFESA Salud Mental Asturias.

 

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