Una niña de pelo rizado rubio mira a cara sonriente. Sólo vemos la parte superior de su cara. Lleva un suéter naranja.

Relato premiado en el XI Concurso SOY CAPAZitado, el 26 de noviembre de 2018, organizado por el Ayuntamiento de Santander. Segundo premio en la modalidad de Creación Literaria, Categoría Asociaciones. El premio se concedió a ASCASAM Colindres (Asociación Cántabra Pro Salud Mental), por este relato autobiográfico realizado por Joaquín Casis Domínguez.

¿EXISTE LA FELICIDAD COMPLETA? (52 PALOS)

Estoy en la sala de mi casa delante del ordenador. Me dispongo a contaros mi historia: nací en el seno de una familia. Así suele ocurrir en estos casos. En el colegio tuve muchos problemas con los profesores, y en la calle me desahogaba liándolas pardas ajeno al futuro de sombras y luces; de claroscuros que me aguardaba.

Como os digo, estoy aquí delante de un ordenador, tratando de hacer una sinopsis (¿se dice así?) de mi vida. Cada pulsación con que castigo al teclado para que en la pantalla aparezcan por arte de birlibirloque unos caracteres -soy un extraño, pero ante todo, extrañado ante los misterios de la tecnología-, siento que el tiempo se me escapa. Podía haber leído, viajado, sentido más. O quizás las letras de las canciones que oía machaconamente, las rutas por sucios bares o mi a veces inexistente empatía eran las lecturas, viajes y sentimientos de los que más podría aprender.

En el colegio de curas, mi amigo y yo éramos una pareja bastante famosa. Así, popular, no. Dejémoslo en famosa. Definitivamente, no les hizo gracia a los compañeros que destrozáramos su material escolar, esparciendo por el suelo estuches, carteras y libros, que volaron por el aula mostrando un universo de cultura –arrugada y maltrecha, pero cultura- en cierta ocasión que nos castigaron a los dos sin recreo, obligados a permanecer en clase.

Tenía un profesor que decía que la clave del éxito en la vida era el trabajo unido a la disciplina. Y nada más; el trabajo se nos planteaba como un fin para conseguir otro fin superior. Había honrosas excepciones; profesores de gran valía que se preocupaban por los chavales, pero en general, era una educación elitista tendente a favorecer a unos pocos.

Aquel adalid del trabajo y la disciplina me echaba de la clase de música por cantar mal; nos daban unas hostias de campeonato, sin justificación muchas veces, si es que en algún caso la pueden llegar a tener. Con los boy-scouts las cosas no fueron mejor. Además, mi popularidad cayó en picado cuando en sexto de EGB salí elegido subdelegado de la clase y me dediqué a putear a la peña desde la discrecionalidad que me otorgaba el pedestal erigido por razón de mi cargo electo.

En casa no se podía molestar. Si había algún conflicto mi difunto padre –bendito sea, por otra parte- cortaba cualquier amago de verbalizar posiciones encontradas con un grito que le oía todo el vecindario. Así que cuando eso pasaba, chitón, por si acaso. Mi madre, aunque habla hasta con las paredes, usaba una oratoria muy común en la época: su retórica era apoyada por zapatilla, palo de la escoba o primer objeto contundente que tuviera a mano. Eso son argumentos, ¡como para negarlo!

Mi hermana era una bendita. Las liaba a lo zorro, y como yo dejaba todo tipo de rastros y señales sobre la autoría de mis múltiples desafueros y desmanes, el destinatario de zapatillazos, escobazos y otros medios represivos era yo.

Mi vecino y yo congelábamos huevos para lanzarlos a los viandantes desde las ventanas de nuestras casas. Esperar a que el material estuviera completamente helado era como aguardar la cosecha. Llegaba el momento esperado durante 24 horas. Había que escoger bien el objetivo y ser preciso al apuntar con el proyectil. Después, no dejarse embargar por la euforia desmedida del momento. Un mecánico del taller de abajo al que alcanzamos de pleno estuvo a punto de tirar la puerta de mi casa abajo. Mi vecino se reía hasta de su sombra. Yo me tomaba las cosas más en serio.

En séptimo de EGB, tras tres avisos de expulsión, los curas, que no habían blindado mi fichaje, me dejaron escapar. Decían que mi conducta era negativa y mi influencia perjudicaba la marcha del grupo y no sé qué rollos. Había que buscar un colegio adecuado, y una academia para chavales conflictivos pareció ser buena alternativa. La verdad es que guardo buenos recuerdos de octavo. La academia era mixta, y no se parecía al colegio en nada, salvo en los palos que soltaba el profesorado. Digo palos en sentido literal. Uno de los profesores la emprendía a golpes en nuestras cabezas pensantes (en chorradas, porque éramos adolescentes, pero pensantes) con una vara de avellano sin preguntas ni intimar un poco siquiera.

En octavo superé el curso más las seis asignaturas que llevaba arrastrando de séptimo. Cuando llegué a casa con todo aprobado en junio, mi madre no daba crédito. Mis padres me compraron una bicicleta ese verano. No una bici cualquiera, sino una de cross que aún conservo y que para mí, en ese momento, suponía el acceso a la felicidad absoluta. La decoré con pegatinas de indiscutible belleza –por no decir de dudoso gusto- y en Burgos, donde vivían mis abuelos, pasaba tardes enteras con los amigos que allí tenía y las bicicletas. Una época mágica.

Y llegó el Instituto… en primero de BUP hubo una huelga de profesores que duró casi cinco meses. Algunos aprovechaban tanto tiempo libre para estudiar… Yo estaba todo el día en los billares y jugando a fútbol. Me quedaron tres asignaturas y a repetir. Conservaba la amistad con mi amigo del colegio más una serie de gente e hice algún amigo en el Instituto.

Acabé segundo de BUP y, por el trabajo de mi padre, nos trasladamos de Bilbao a Granada, una ciudad mágica, aunque allí empezaron mis problemas de comunicación. Pese a ello, hice buenos amigos, me eché mi primera novia… La vida era desmesurada. La vejez quedaba muy lejos. En realidad, creo que es algo que yo percibía como inexistente. ¿Cómo iba yo a hacerme viejo? Pues ya no ando lejos, con mis 52 palos.

Esperemos llegar…

A los 17 años fue frustrante que mis padres no me dejaran hacer boxeo. Mi padre se empeñaba en que hiciera karate o judo, y eso no me atraía. El boxeo me parecía un deporte de gran estética, y hacía el entrenamiento físico orientado a ese deporte en mi casa, ensayando los golpes ante un espejo. Doce años después me saqué la espina, practicando el noble arte.

Cuando yo tenía 18 años falleció mi abuelo materno. Fue un palo muy gordo. Tenía una relación especial con él. Era mi héroe y mi referente.

Hice el COU y en la Selectividad obtuve muy buenas calificaciones, entre borracheras de fin de semana y ya más responsabilidad para los estudios. El verano en que acabé COU, a los 19 años, estuve trabajando en Correos, una empresa que me ha dado numerosos sinsabores y satisfacciones a lo largo de mi vida laboral. El primer día de trabajo, mi jefe me preguntó: “A ver, ¿qué sabes hacer?” Yo le contesté que nada, y me respondió: “Pues poco es eso, ¿eh?”. Era un hombre con gran sentido del humor.

Llegó la hora de “elegir” una carrera: tenía muy claro que mi opción era la de Filosofía, pero –no era inusual en aquella época- mis padres eligieron por mí y me matriculé en la Facultad de Derecho. Ya que era lo que tenía que hacer, procuré poner interés, mientras iba estudiando las Oposiciones para Correos y trabajando en esa santa Casa los veranos.

Y llegó el momento de volver a Bilbao: ¡Qué bajona! En Granada tenía mi novia, mis amigos, y una ciudad con magia que me acogía en su seno. Volver a Bilbao fue encontrarme con mis amigos enganchados a la heroína. Mi amigo del colegio quiso meterme en ese mundo. Me traicionó y yo también a él, en cierto modo, ya que no supe ayudarle. Es difícil. El caballo mata la amistad.

Estudié hasta quinto de Derecho en San Sebastián. En cuarto tuve la posibilidad de ir a estudiar a Italia mediante una beca “Erasmus”, pero eso no entraba en los planes de mis padres. Trabajaba los veranos, salvo el último año, en que estuve empleado todo el curso y viviendo en San Sebastián. En la Facultad hice amigos; algunos aún los conservo, pero me encerré en mí mismo. Los fines de semana los pasaba sin salir de casa. Si acaso, salía en plan Llanero Solterón (como dice Susanita, el personaje de Mafalda).

Compatibilizar estudios y trabajo, junto con una injusticia como una casa que se cometió conmigo, un desengaño amoroso, el hecho de encerrarme en mí mismo… todo junto fue una bomba, que desencadenó mi primer ingreso psiquiátrico. Fui diagnosticado de esquizofrenia paranoide. Me salí de la realidad. Quizás fue una forma de defenderme de ésta. Esto ocurría teniendo yo 24 años. Cuando salí del ingreso seguí trabajando, accediendo a destinos al margen de Correos, como la Delegación de Educación en San Sebastián, Hacienda y Administración Pública del Gobierno Vasco, Osakidetza/Servicio Vasco de Salud, Escuela de Administración Marítima de Bilbao, Registro de Fundaciones del País Vasco…; también me contrataron para computar los méritos de los participantes en un concurso de traslados de funcionarios de la Administración vasca y para trabajar en un Instituto de Educación Secundaria en San Sebastián. Mientras, lo alternaba con contrataciones en Correos de varias poblaciones vizcaínas (Bilbao, Portugalete, Las Arenas, Algorta, Galdácano), así que casi siempre estaba con trabajo.

Con 30 años aprobé las Oposiciones para Correos. Tras un primer destino en un lugar que prefiero no recordar, y después de una excedencia, obtuve plaza en Soria, teniendo 34 años. Allí me sentí como en casa en los cuatro años que estuve, aunque llevaba una vida bastante descontrolada en lo que a consumo de alcohol se refiere. Una semana antes de incorporarme a mi puesto en Soria nació mi hija. Su llegada fue una gran alegría, que se mezclaba con nervios, preocupación, miedo,… Es una chica muy inteligente y que se ha visto obligada a madurar pronto, debido a la enfermedad de su padre. Mi relación con ella es buena. Tiene la rebeldía propia de la adolescencia, si bien llegamos a acuerdos a base de negociar, aunque mi primera respuesta suele ser “no”, por si acaso. Después recapacito y recuerdo cuando yo tenía casi 18 años, su edad. Cuando estaba en Soria llegó un momento en que el consumo de alcohol estaba acabando conmigo. En Correos, el médico de empresa, me dijo que si quería jubilarme, me iba a facilitar que fuera así mediante informe. Si decidía seguir trabajando, él lo respetaría.

Así que me vi con 38 años y la posibilidad de prejubilarme. Valoré el hecho de que tenía muchas bajas, y, tras decidir intentar la jubilación y hacerse ésta efectiva, fui con mi ex mujer y mi hija a vivir a un pueblecito de la provincia de Cantabria, lindando con Vizcaya. Aprobé una asignatura de Derecho, me dedicaba a dar paseos y andar en bici y leer mucho acerca de coches clásicos, hacía boxeo y crossfit en un gimnasio de la zona,… Durante una época trabajé, a través de la figura de empleo protegido, compatible con mi pensión, en un bar-restaurante de Alonsótegui (Vizcaya).

Preparaba a mi hija para ir al colegio, lo que nos unió bastante, y la recogía cuando venía en el autobús. También fui con ella a clases de solfeo y saxofón durante cinco años. Pero aquella vida no me llenaba; no era feliz en aquel lugar: un viejo caserón, un entorno bucólico para pasar temporadas cortas, pero asfixiante para vivir allí,…

Llegó mi hijo, que nació teniendo yo 43 años. A mi hija la quiero, pero por mi hijo siento devoción. Está mal establecer distinciones, pero es “tan como yo…” Noble, cabezota, a veces “muy suyo”… El desarrollo fue normal hasta que cumplió un año y medio de vida. Ahí sufrió una recesión. Tiene algunos rasgos del espectro autista. En Atención Temprana de Laredo le ayudaron mucho y nos dieron pautas sobre cómo trabajar con él. Su madre ha sido partidaria de apoyarle mediante ese tipo de motivaciones. A mí me ha encantado jugar con él, porque en el juego considero que también está la incentivación y el despertar de la curiosidad. Ha mejorado mucho, aunque su rendimiento académico está marcado por su propio ritmo. Dicen que hay niños con necesidades especiales, pero es que cualquiera no puede precisar ese tipo de atención. Hay que ser de otra pasta, simplemente, y mi hijo lo es.

Tenía yo 47 años y una sepsis bastante complicada casi me manda al otro barrio. El oxígeno no me llegaba a la cabeza, y en los ratos en que me quitaba las gafas nasales para suministrármelo, era incapaz de seguir una conversación porque olvidaba de qué estaba hablando. Estuve ingresado durante casi dos meses, en los que relativicé bastante el asunto éste de la existencia y su propósito.

Me divorcié teniendo 48 años. Fueron los niños los más perjudicados. Siempre es así. Mi situación económica empeoró al tener que pagar la pensión alimenticia, y fui a vivir a una bodega sin iluminación natural ni calefacción en Noja. Era bastante deprimente. Entrar en contacto con ASCASAM (Asociación Cántabra pro Salud Metal) de Colindres y empezar a ir ya como usuario fue una gran suerte. Aquí he encontrado apoyo y jamás me he sentido juzgado. Llevo 4 años acudiendo, y espero seguir mucho tiempo más…

Tras dos años en aquella bodega, conseguí mudarme a un apartamento. Conocí a la que ahora es mi pareja, y de allí nos fuimos a vivir a Ampuero, de alquiler. Ahora tenemos nuestra propia casa en la Junta de Voto, tres perros, y una vida que no quiero cambiar, a pesar de nuestras discusiones que no son pocas, pero… ¿existe la felicidad completa?

Hoy lamento que mi padre no pueda acceder a estas líneas. Le gustaba leer lo que escribía. Falleció va a hacer dos años. Mi madre no tiene tanto interés por esos pedacitos de mí que voy dejando en hojas escritas o en documentos de word, pero es una persona que ha bregado mucho con mi enfermedad. En su momento se apartó, quizás como una forma de autodefensa, pero sigue estando presente en mi vida. Me gustaría que tantas cosas escritas por mí fueran leídas por mis hijos…, y que conserven un buen recuerdo de su padre, pero por encima de todo, les quiero dejar un mensaje; conozco el precio de una autoexigencia excesiva. Espero que vayan creciendo siguiendo su propio ritmo, y que se equivoquen y aprendan de ello, pero que su máxima aspiración sea lograr el éxito que aquel profesor confundió con trabajo y disciplina; que logren la felicidad.

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