Atardecer en el mar, nave viquinga en la lejanía

Nunca pensé que el silencio tuviera tantos matices. Nunca sostuve que se pudiese aprender en tanta medida sin que mediasen las palabras. Nunca observé una faz que transmitiese tanto sosiego, y eso a pesar de la dureza del castigo.

Llevo veinticinco años a su lado y aún no le conozco un suspiro, una queja. Llevo veinticinco años remando a su lado, preguntándome por la delgadez de sus brazos, y por su fuerza ignota, ¿de qué materia estarán hechas sus fibras?

No ceso de preguntarme también por la culpa que habrá cometido este hombre tan escondido como para terminar bregando en una nave de condena, y de las peores. La Nao del Olvido la llaman, y es temida como la que más.

Pasaban las noches sin luna y el recuerdo de las estrellas entretenía mi interior. Hasta que, guiado por una energía de origen desconocido, y más por curiosidad que por cultura, desperté del silencio y le interrogué: “¿Cuál es tu nombre? ¿Cuál fue tu culpa?”

El hombrecillo contestó con voz trabajada: “Me hace mucho bien tu pregunta pues la tengo por sincera. Mi nombre es Paciencia. Me hallo aquí por olvido de los reinos”.

Añadió: “¿Y tú, cuál es tu nombre? ¿Cuál es tu espera?”

Y yo le dije: “Mi nombre es Basi, y según los papeles del juicio estoy aquí porque mi mente no es como la de los demás. Mi esperanza es no sentir dolor.”

Entonces, Paciencia le introdujo en la existencia de un libro cuya lectura sanaba el sufrimiento de la mente, para que el día que obtuviera la libertad supiera orientar sus pasos.

Y así fue. Cierto día, el capataz de la nao bajó a la sala de remos y se dirigió a Basi: “Lo dicen los papeles, has cumplido condena. Puedes volver a pisar tierra”.

 

Basilio García Copín / ACEFEP

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