Me puede todo el estigma que percibo hacia compañeras de andanzas bipolares o psicóticas o esquizofrénicas o lo que sea.
El autoestigma que subyace cada vez que nos planteamos la validez de nuestra experiencia como una reacción a un entorno hostil.
Caray, es que a muchas nos ha pasado lo que nos ha pasado porque no tuvimos más remedio, porque era la única manera de que despertáramos de según qué pesadilla, aunque para muchas otras fue el comienzo de otra más aterradora.
Me puede cada vez que nos creemos la patraña de que nuestra carga genética, tarada, hizo estragos. En una sociedad que, la mires como la mires, está enferma y, nos mires como nos mires, nos hace los más sanos seres humanos que la componen.
Me duele escuchar que tenemos latidos de más o de menos.
Me duele leer que nos culpamos de nuestra propia naturaleza y de nuestras andanzas. Aunque entiendo que cada una tiene su ritmo, su paso, su camino y sus alforjas. Y que cada trayecto es sagrado.
Me flipa con qué ligereza nos miran como a seres de tercera quienes no han tomado ni un segundo en su vida en plantearse qué significa haber vivido según qué cosas.
Me flipa ver que hay gentes diversas que han madurado con pensamientos, palabras, obras y omisiones. Que demuestran con una tenacidad y una valentía que ya te gustaría tener a ti que nada ni nadie las va a parar. Y encima hay quien se atreve a tratarles de inválidos sociales, negándoles la más mínima de las oportunidades.
Me produce dolor de hígado ver que hay personas muy inteligentes que no acceden a según qué casillas del tablero porque ‘están locas’. Y que personas verdaderamente peligrosas estén tomando decisiones que nos afectan a todas las demás, pero que ni siquiera se les pone en duda. Que nuestras etiquetas se lancen como insultos cuando ya todo está perdido. Y que se confunda su psicopatía con nuestra realidad.
Me duele oír que, a menudo, los seres humanos verdaderamente rotos no son los que originalmente se rompieron, sino los que han estado sometidos a brebajes y pociones durante años de su vida, deshaciendo así cualquier oportunidad de compostura.
Me alucina la fuerza que percibo en personas que un día lo perdieron todo, y otro, y al siguiente, y al otro también. Y que se están reconstruyendo con una perseverancia tipo ciclista subiendo puertos de montaña. Y que quizá no brillarán según los estándares que nos ha marcado nuestra lente social tipo instagram, pero para mis ojos brillan más que tú y que yo.
Me da fuerza pensar que cada vez somos más las personas que levantamos la mirada de las puntas de nuestros zapatos y miramos al otro con la pupila limpia. Y que vemos al verdadero ser humano tras la falaz y perturbadora etiqueta diagnóstica que, por obra y gracia del destino, otro ser humano que nació, creció, estudió una carrera y se dejó convencer de que la psiquiatría tenía un buen marco para proporcionar la solución a los problemas de muchos otros seres humanos, convergió en su camino, tuvo a bien colgársela y fumarse un puro después.